- Óscar Gastélum
Ciudad de México.- 2 de octubre de 2021.- (aguzados.com).- A nadie debería sorprenderle que Andrés Manuel López Obrador haya desatado una demencial cacería de brujas en contra de 31 científicos mexicanos. Ni que lo haya hecho con la saña que debería estar reservada para los peores criminales, esos a los que este régimen inmundo les ofrece abrazos, pactos e impunidad. Y tampoco es una sorpresa que el fiscal carnal Gertz Manero y la Lysenko tropical Álvarez-Buylla hayan obedecido con celo religioso a su amo, para eso están.
Pero esta nueva e injustificable salvajada ha vuelto a darle la razón a quienes desde un principio advertimos que el demagogo tabasqueño encabezaba un movimiento oscurantista y reaccionario, y que sus enemigos nunca fueron los oligarcas rentistas ni los políticos corruptos sino las élites intelectuales del país.
Pues los fifís a los que Obrador tanto desprecia no son los monopolistas voraces o los herederos de fortunas malhabidas sino los periodistas, los intelectuales, los científicos, los expertos y la clase media educada y “aspiracionista”.
Es penosamente obvio que un profeta de la postverdad, que ha vomitado más de sesenta mil mentiras durante sus homilías postfactuales, vea a los miembros de lo que Jonathan Rauch bautizó como la «reality-based community» como sus enemigos existenciales.
La suya, como la de Trump, Bolsonaro u Orbán es una rebelión de las tinieblas en contra de la modernidad y sus valores. Un intento desesperado por frenar el avance de la humanidad y volver al pasado.
Confieso que analizar al obradorismo ha sido una de las tareas más fáciles y frustrantes de mi vida. Fácil porque tanto el demagogo como sus huestes son totalmente transparentes, su antiintelectualismo autoritario es descarado. Además, Obrador es un personaje caricaturesco, un cliché ambulante que practica una demagogia soez envuelta en un discurso paupérrimo.
Partiendo de un diagnóstico correcto sobre la deshonestidad y perversidad patológica de López Obrador, no era necesario ser Nostradamus para predecir con precisión milimétrica lo que le esperaba al país. Porque el populismo bananero es más predecible que una telenovela mexicana y sus escenografías son igual de baratas.
Por eso fue tan aterradoramente sencillo augurar, por ejemplo, que México sería uno de los países más afectados por la pandemia. Pues era obvio que Obrador jamás iba a escuchar el consejo de los expertos y que decidiría rodearse de lacayos y aduladores como Gatell.
Los detentes, la hostilidad contra el cubrebocas, el rechazo a las pruebas masivas, el abandono del personal de salud, la mordida a una niña inocente, las cifras adulteradas, la negativa a brindarle apoyo económico a la población, los semáforos epidemiológicos sujetos al capricho presidencial, la lentitud de la vacunación, todo encaja a la perfección con el perfil de un demagogo populista orate, ignorante, perverso y estúpido.
Es por eso que ha sido tan frustrante ver como una parte considerable de la intelectualidad mexicana, motivada por el tribalismo, la ingenuidad o intereses inconfesables, decidió renunciar a sus facultades críticas y poner su pluma y su prestigio al servicio de un hombre tan limitado como peligroso.
Esa gente ha errado en todos sus análisis durante este sexenio porque siempre parten de una premisa totalmente equivocada: que el demagogo bananero es un político moderado, socialdemócrata, progresista, honesto y de buen corazón.
El Obrador por el que votaron y al que legitimaron públicamente sólo existe en su imaginación y no tiene nada que ver con la bestia de carne y hueso que está destruyendo al país
Si en 2018, en pleno huracán populista global, y conociendo las traumáticas experiencias que ha vivido Latinoamérica cada vez que se ha dejado engatusar por un charlatán, ya era incomprensible semejante nivel de autoengaño, a estas alturas de la pesadilla obradorista, cuando la imbecilidad criminal del régimen ha causado cientos de miles de muertes, y el caudillo bananero apapacha narcotraficantes mientras persigue científicos, ya es francamente imperdonable aferrarse a esos delirios e insistir en normalizar a un monstruo.
Y sin embargo abundan las sabandijas que por orgullo o interés insisten en normalizar a la bestia contra viento y marea. La cobardía y la soberbia jamás les permitirán aceptar que se equivocaron y mucho menos reconocer que sus críticos tuvieron razón.
Algunos parecen estar desesperados por convencerse a sí mismos de que existe un punto medio entre el pirómano y los bomberos, y quieren persuadir a sus escuchas y lectores de que su deshonestidad pusilánime en realidad es “moderación”.
Hace apenas un par de días escuchaba cómo Javier Tello (mi normalizador favorito) con su voz engolada y su tan característica agresividad pasiva insistía una y otra vez en que Obrador no era Stalin. Valiente consuelo. Y sí, Obrador no es Stalin entre otras razones porque el contexto histórico cuenta mucho y en el México del siglo XXI ni el propio Stalin podría ser Stalin.
Pero las oscuras pulsiones y las taras ideológicas que los motivaron a perseguir a sus comunidades científicas son las mismas, y es muy probable que un trastorno psicológico idéntico haya convencido a ambos monstruos de que nacieron para salvar a sus pueblos.
Y cuando la bestia macuspana insinúa en tono jactancioso que es imposible hacer un omelette sin matar a unos cuantos niños con cáncer, se acerca peligrosamente al estalinismo más atroz.
Imagine usted que una familia recoge a un perro herido en el bosque y cuando lo llevan al veterinario este les advierte que lo que tienen en sus manos no es un perro sino un lobo y que por ningún motivo deben meterlo a su casa.
La familia, encariñada con el can, decide buscar una segunda opinión, y el siguiente veterinario les dice que su colega es un apocalíptico exagerado que les mintió porque no quiere perder sus privilegios, y que en realidad el animal es un perrito callejero bonachón que va a transformar sus existencias para bien.
Unos meses después, ya recuperado de sus heridas, el lobo le arranca una pierna al padre de familia y desfigura a uno de los niños en un ataque feroz. El primer veterinario vuelve a suplicarle a la familia que se deshaga de la bestia salvaje (mientras en su mente exclama exasperado: “¡No podía saberse!”), pero el segundo, ebrio de arrogancia y decidido a no reconocer su error jamás, insiste en que no pasa nada, que el perrito lo hizo sin querer, tratando de darle un besito al niño.
La familia, confundida, decide (un seis de junio) poner una puerta de acero en el cuarto del bebé para que el lobo no pueda devorarlo. Pero el resto de los miembros siguen a merced de la bestia y es muy probable que en los próximos tres años la familia entera sea devorada.
De ese tamaño fue el error de los intelectuales obradoristas. Pero lo más grave, lo verdaderamente obsceno, es que aún hoy se nieguen a reconocerlo e insistan, contra viento y marea, en defender lo indefendible.
Su férreo compromiso con el lobo macuspano y su complicidad con la destrucción del país roza la negligencia criminal. Un veterinario incapaz de distinguir a una bestia salvaje de un perrito inofensivo perdería su licencia y no volvería a ejercer jamás.
Pero nuestros intelectuales tiranófilos confían ciegamente en la amnesia del pueblo mexicano y saben muy bien que seguirán publicando en diarios de circulación nacional y que jamás perderán sus espacios en medios masivos, ni sus cubículos dorados en la academia.
No tienen “skin in the game”, como diría Taleb, pues pertenecen a una casta ultraprivilegiada supuestamente dedicada a combatir los privilegios ajenos.
Yo, por lo pronto, me comprometo a restregarles en la cara el bochornoso papel que jugaron en esta hora aciaga para la República, hasta el último día de mi vida. E invito a todos los mexicanos de bien a no olvidar jamás.
Toda mi solidaridad con los científicos perseguidos…