Jorge Varona Rodríguez
Las contradicciones, falsedades e incongruencias en el decir (perversión de la palabra) y el hacer (malicia manifiesta) indican manipulación y desprecio de valores humanos y políticos. La voz del caudillo no es política de Estado. Y cuando es charlatanería, la arquitectura del Estado sólo es un castillo de naipes. Sin conducción responsable, sin visión estratégica (salvo que se trate de la aspiración de una caricatura de despotismo), no sabemos a dónde vamos, o acaso tememos saberlo porque podría ser la premonición de la espiral de conflictos cuyo desenlace sería otra cuota histórica de sangre. De por sí, ya es parte de la crónica diaria el recuento de los asesinatos que suman la violencia criminal y la indolencia (¿complicidad?) gubernamental.
El gran escenario que propicia todo ello, es la perversa vinculación de las debilidades del sistema económico con la arbitrariedad gubernamental: desprecio a la legalidad, injerencia de bandas en procesos electorales (coincidentes en triunfos del partido oficial), corrupción sin escrúpulos por nepotismo y amiguismo, desempleo, concentración de la riqueza, disminución de la masa de salarios, agudización de la pobreza (intensidad y número de pobres), nulo crecimiento (o, de hecho, crecimiento negativo), creciente inseguridad pública por la complacencia con la criminalidad, desarticulación del sistema de salud y de la seguridad social…
Y todo ello constituye el desafío y el dilema central de esta democracia. Cuando prácticas antiliberales, autoritarias y dogmáticas desconocen a los otros y sólo admiten el nosotros, el poder público y la minoría dominante no facilitan el diálogo ni el acuerdo. A los subordinados y excluidos se les asigna el papel del coro de la tragedia. Cada sector, cada clase asume legítimamente su propia postura, pero se contrapone conflictivamente con la de los demás al no reconocer la justicia de otros derechos. Los individuos, aislados y desconcertados, se avienen a una realidad que no es la suya, pero no es sino mecanismo de sobrevivencia.
Cuando los pícaros asaltan el poder, que no se distinguen por capaces sino por audaces, resalta el cinismo porque nadie cree en lo que dice ni en lo que hace, ni se toma en serio ni sabe lo que pretende ni a lo que aspira. Por eso mismo no fructifica el diálogo porque es un concierto desafinado de multitud de monólogos en los cuales no importa lo que se piensa, ni lo que se quiere ni lo que se espera. Así toda convicción se empequeñece y se frivoliza por el interés económico o por la demagogia, se convierte en creencia efímera que sólo dura el tiempo que tarda en difundirse cada mañana o en negociarse.
Ni el poder político ni el poder económico ni el poder religioso convencen ni motivan. La evolución de la historia hoy marca un signo distinto, ante un cambio de época que parece escurridizo, nebuloso. El país no dista mucho de una Babel, entre los discursos supuestamente correctos en sus enunciados, falsos en su eficacia y falaces en su jerigonza, alejados de las acciones cotidianas del ciudadano de a pie.
La democracia podría ser el sendero que construya la mejor repuesta para todos, siempre y cuando la gente crea en la política, el espacio de las razones y la voz de todos y cada uno. Pero no cree en la política porque hay políticos, líderes sociales y gobernantes que carecen de alma. Por ello Morelos habló de los sentimientos de la nación como fundamento de la democracia de la nueva república. Hacer de la democracia una práctica ética que evite el abismo de la opulencia y la miseria. También un objeto estético: el limpio espejo de la república.