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Pena de muerte

  • Francisco Javier García Zapata

  • NB

  • Hace tres años escribí el texto que ahora transcribo, y que por una u otras razones no publiqué en su momento. Lo hago ahora, gracias a Aguzados, entristecido e indignado por un nuevo crimen, ocurrido en nuestra entidad

Aguascalientes, Ags.- 4 de mayo de 2021.- (aguzados.com).- En las vísperas de que se cumplieran seis años del asesinato de la adolescente Andrea Nohemí Chávez a manos de su novio, otro crimen, aún más feroz si pudiera decirse, le desgarró las entrañas y le hizo pedazos la vida a una joven pareja en un cercano poblado de Zacatecas. El fruto de su unión fue destrozado y rodó por el piso para luego, sin duda, elevarse al cielo.

Es un asesinato que debiera estremecer desde sus raíces más hondas también las conciencias del gobierno y de la sociedad, que parecen haberse acostumbrado a la violencia, y que optan por dar medianas instrucciones a los escolapios sobre la manera de protegerse en caso de quedar expuestos a una situación de riesgo (por la violencia pública), en lugar de impartir lecciones prácticas de cómo prevenir y evitar los peligros personales, individuales, además de perseguir con denuedo y castigar con rigor ese flagelo.

Y no es que sea insustancial trabajar en el cuidado de la integridad de las personas, pero las medidas son insuficientes si no hay simultáneas acciones preventivas, correctivas y punitivas. Porque hoy se está enviando un doble mensaje desalentador a la sociedad, y un guiño a la criminalidad: que la violencia no tiene para cuándo dejar de crecer en frecuencia, brutalidad, intensidad, extensión e impunidad, y, lo peor, que el Estado se asume derrotado, incapaz, ineficiente o apático frente al deber de salvaguardar el primer y esencial derecho: a la vida y su cuidado.

En el mundo de hoy el síndrome de José Alfredo Jiménez se ha convertido en epidemia. “La gente” se entera y sigue de largo cuando se habla de un crimen, de un abuso, de una violación, del asesinato y vejación de un ser humano que apenas despierta a la vida.

Hoy se miran los dramas con una naturalidad más absurda que con la que se mira una parda tarde cualquiera, y con indolencia más grande que con la que se oye el motor de un automóvil en la lejanía.

A pesar de la ciencia y las religiones, de la fe y la tecnología, la bestialidad del hombre no se ha ido del todo, y hoy aparece con rostros más feroces y monstruosos.

Contradictorios tiempos nos ha tocado vivir.

Había una vez una niña que se llamaba Sanjuana pero le decían Juanita. Tenía 9 años, y cierto día fue a la tienda, a unos pasos de su casa, en un barrio de nombre Gavilanes. Y como gavilán, un hombre maligno se abalanzó sobre ella y su pureza, su indefensión, su fragilidad, su alegría… su existencia.

Juanita salió de su casa con la vida latiéndole en cada milímetro de su pequeño ser, y fue devuelta con los ojos cerrados y la sonrisa dormida para siempre. La perversidad derribó a Juanita y puso fin a su andar.

Y ahí comenzó el suplicio para los papás de Juanita. Para la familia de Juanita. Para el pueblo de Juanita.

El dolor se adivina infinito.

Es una pena sin medida, una condena atroz para quienes cometieron el delito de confiar en su entorno.

Es una pena de muerte.

Una pena de muerte –además– lenta, dosificada, continua, permanente, interminable. Inmerecida. Cruel. Injusta.

“Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”, dice el Coronel Terreros en un cuento de Juan Rulfo. Nunca sabemos el nombre de ese coronel. Tampoco sabemos los nombres de los tantos padres que, como los de Juanita, a lo largo y ancho del país van muriendo la vida cada día.

“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo... No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”, piensa el hijo de don Guadalupe Terreros.

Y si tal desolación y furia siente un hijo, ¿de qué tamaño serán las de una madre y un padre cuando se quedan con tan sólo el eco de la voz de su hija temblándole en las sienes en un permanente grito de auxilio; con tan sólo una fotografía colgando de la pared como llamándolo a cada momento para que acuda en su rescate?

Ese padre, esos padres estarán muriendo, así en gerundio. Y apenas podrán comenzar a vivir el día que mueran.

Igual tendría que ocurrir con los asesinos de niños.

Quienes arrancan la vida a otro ser humano con todas las agravantes merecen correr la misma suerte cuando sus víctimas son menores -tan frágiles, vulnerables, inocentes-, y porque al asesinarlas también matan a la familia y a la sociedad.

Encerrar por 50 años o para siempre a alguien es lo mismo que sentenciarlo a muerte y aplicarle la pena. ¿Se cumple el principio de readaptación, de regeneración? En todo caso el condenado sólo saldrá para morirse. (Eso sin considerar que su manutención es de unos 10 mil pesos mensuales).

En estos casos hasta Ley del Talión se ve insuficiente, porque aquella postulaba “ojo por ojo…”. Es decir, infligir al delincuente un daño igual al causado. ¿Podría aplicarse en estos casos un castigo de la misma magnitud que el mal hecho por los depredadores y asesinos de infantes? Nunca. ¿Y

podrían reparar el daño? Jamás. ¿Podrán arrepentirse lo suficiente? Poco probable. ¿Serán capaces de pedir perdón a las familias? Dudable.

¿O habrá de esperarse acaso que los homicidas de niños se arrepientan, se regeneren? Cómo esperarlo si han demostrado que tienen todo “el cuerpo retacado de maldad, matando gente buena” --según declara Rulfo a través de otro de sus personajes.

Puede alegarse que hay corrupción en todo nuestro sistema, pero no puede olvidarse la justicia. Y ¿no es acaso, la corrupción del sistema, la culpable en buena parte lo que nos tiene en este punto, a merced de la impunidad? ¿No ocurre que muchos legisladores y jueces y burócratas tienen la mirada puesta en la nómina y se aferran a ella con todo el corazón?

Los jueces no tendrían que equivocarse a la hora de imponer la pena de muerte, porque es de suponerse que se allegan de los elementos suficientes, y además porque se supone que para eso tienen la alta paga que hoy están defendiendo frente al que ven como nuevo corcel apocalíptico llamado austeridad: para dedicarse con sus cinco sentidos y todo empeño a la tarea encomendada, sin que se doble la vara de la justicia.

Puede argüirse el perdón y hasta la misericordia. Pero no puede olvidarse la justicia.

Puede argumentarse que existen tratados internacionales, derechos humanos. Pero no puede olvidarse la justicia.

¿Y qué es la justicia?

Puede afirmarse que la pena de muerte no desalienta la comisión de delitos. ¿Y la cárcel sí?

Puede decirse que con la pena de muerte regresamos a la barbarie. ¿No estamos inmersos en ella?

Seamos congruentes. En nuestro sistema laico y en nuestra sociedad tan en favor de la voluntad anticipada y del derecho de la mujer al aborto no caben actitudes moralinas ni pasajes bíblicos. ¿O sí? Entonces ahí va una cita bíblica: “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”.

Los papás de Juanita, como los de Andrea Nohemí, (como los de Wendy, ahora) como los de tantas otras niñas, como la sociedad entera, no pueden perseguir la justicia de la misma manera, infructuosa, como persiguen el agua los soldados de Revueltas en “Dios en la tierra”: “…sin descanso por toda la tierra, en persecución terrible y no encontrarla, no verla, no oírla, no sentir su rumor acariciante”.

No pueden tener el duro silencio como respuesta, el insultante desdén como contestación a su reclamo.

Si ya de por sí sufren su propia pena de muerte, encadenados a la oscuridad, y si ya no podrán siquiera recargarse en la duda, y tampoco quizá confortarse en la esperanza… Ni al menos continuar su búsqueda en donde sólo hay sombras

Porque ahora, aunque pretendan negarlo, aunque cierren los ojos, aunque se inventen a sí mismos como una pesadilla, saben que sus hijas no volverán, y que ellos, sus padres, estarán muriendo todos los días… en un tormento como el de Prometeo, con las entrañas devoradas en cada amanecer por haberle dado al mundo un poco de luz en la sonrisa y la mirada de sus hijos.

Si tienen que cargar con esa pena de muerte, al menos, entonces, que tengan también la certeza de una justicia sin adjetivos.

Entonces, si justicia es dar a cada uno lo que le corresponde… ¿qué castigo sería justo para este tipo de delitos?

Lo ideal es que no haya más crímenes, ni víctimas ni criminales, y entonces la pregunta sería ¿Qué debemos hacer como sociedad para evitar que se repitan, para evitar seguir cargando cotidianamente con esta pesada pena como hasta ahora?

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