- Mario Granados Roldán
Aguascalientes, Ags.- 23 de febrero de 2021.- (aguzados.com).- El periodista taurino Joaquín Chávez Pérez publicó en sus redes sociales una fotografía de la nota de remisión 10986 expedida por “Claudio Granados G. Mayorista de Papeles Extendidos y Manufacturados. Rivero y Gutiérrez 18. Apartado Post 305 Suc. ‘B’. Teléfonos 7-75 Negro y 7-98. Empadronamiento Núm. 3858”. De fecha 5 de diciembre de 1955. Consigna la venta al Congreso del Estado de 2 mil hojas bond de 36 kilos por $66.00.
El hallazgo escrito a lápiz removió mis entrañas. El pasado que forjó mi vida. Hay lugares guardados gratamente en mi corazón. Espacios disfrutados en la infancia y la adolescencia, como el caso de la Papelería, que jamás debió irse para nunca volver.
Al añorarlo con gratitud, su presencia es la ausencia de una felicidad eterna.
Al recordarlo con emoción, retrocedo más de seis décadas de mi vida.
Al evocarlo con alegría, avanzo en la explicación de mi temprana formación, esculpida por mis amorosos papás, Claudio Granados y María Guadalupe Roldán, siempre diligentes en una doble jornada: la del hogar y la del trabajo.
La Papelería Granados fue fundada en 1944, diez años antes del cigüeñazo que me trajo al planeta Tierra. Nació en un local ubicado en las calles de Rivero y Gutiérrez, donde tuve el primer contacto con los cuentos y sus inseparables crayolas para iluminarlos; con los cuadernos de raya, doble raya, cuadros chicos y grandes, y sus aliados los lápices; con las hojas blancas; con los métodos para escribir a máquina; con las acuarelas y las albas cartulinas.
Abrir las bolsas de los multicolores globos. Lanzar las serpentinas. Bañar de confeti a la víctima. Desenrollar las espanta suegras. Colocarme los gorros para la fiesta. Fue un festín escasamente repetido y fuertemente reprimido.
Después, mis granujadas se trasladaron al Pasaje Ortega, el segundo y definitivo lugar donde se asentó la Papelería. Ahí me encontré al estuche de geometría, aunque nadie me enseñó su aplicación para definir las ideologías predominantes, para distinguir al centro de la izquierda o de la derecha, en lo que hoy los estudiosos llaman geometría política.
Tiempos aquellos de leer los primeros libros. De las engrapadoras y sus inseparables grapas, que deberían utilizar algunos gobernantes y políticos para guardar en su boca la demagógica verborrea, los elocuentes disparates y las pandémicas locuras.
Acompañado de anaqueles, aparadores y el cajón de madera que recibía el dinero de las ventas —todavía no se inventaban las cajas registradoras—, descubrí el maravilloso mundo de la interrelación personal al atender al otro lado del mostrador a los clientes que hacían sus compras.
Por ahí pasaron profesores que más tarde serían gobernadores. El hijo del comerciante que fue nombrado arzobispo. Estudiantes. Maestros que sí daban clases. Industriales. Amas de casa. Locatarios del mercado Terán y del Parián, entre otros personajes.
Como bien lo expresara mi hermano Gustavo en la cena para celebrar el cincuenta aniversario del negocio de los Granados, “La Papelería fue, más que eso, el hogar dentro del hogar, la distracción dentro de la formación, el contacto directo con una sociedad relativamente pequeña”.
54 años después, la Papelería concluyó su historia, aunque forma parte de la historia del comercio de Aguascalientes.
Otto mi hermano, el menor de la dinastía, el 11 de diciembre de año reciente, publicó en la revista Nexos el texto En defensa del mérito. El lance de recordar una pizca de la historia familiar fue el basamento para desarrollar el tema central:
Mi padre llegó a México como inmigrante en 1939. No conocía a nadie, no tenía dinero y no contaba con un título universitario. Pero tenía 24 años, enorme energía y ganas de hacer algo con su vida. Tras unos meses en la capital, se mudó a una ciudad por entonces minúscula y anónima donde le ofrecieron trabajo como administrador de una hacienda.
Tiempo después se casó con quien más tarde sería mi madre —cuyo padre había sido asesinado décadas atrás en medio de una disputa política dejando una viuda, cuatro hijos y una situación económica precaria—, y en 1944 emprendieron un pequeño negocio de papelería y librería que resultó exitoso en un mercado que tenía poca oferta en ese ramo.
Era una época en que no se hablaba de subsidios estatales, apoyo a pymes, políticas públicas o transferencias sociales. Nada de eso. Trabajaban doce horas diarias de lunes a sábado; por las tardes y en vacaciones ponían a sus hijos a arrimar el hombro.
Gozaba de respeto y buena reputación; pagaba a tiempo los créditos que el banco le daba a la vista, y cubría puntualmente las facturas de sus proveedores y los salarios de sus ocho o diez empleados.
Hizo dinero, envió a sus hijos a la universidad, viajó y disfrutó de la buena mesa, en ese orden. Murió medio siglo después de su arribo al país y mi madre decidió vender el negocio. Fin del relato.
Pues bien, ¿qué tuvo de extraordinaria su vida? Nada, excepto haber sido una simple historia de dedicación, constancia y trabajo condensada, como muchas otras, en un par de palabras que en la actualidad se han vuelto casi heréticas: mérito y esfuerzo.
Porque alguien debe de escribirlo: El 13 y 14 de este mes recordamos con amor a mi madre y con cariño a mi hermano Gustavo, en otro aniversario luctuoso de sus respectivos fallecimientos.
Mientras ellos disfrutan merecidamente la compañía de Dios y la paz eterna. Nosotros estamos a la espera de tiempos mejores en el planeta de los vivos.
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