David Pérez Calleja
Amigos míos, cuanto les extraño. Les cuento a la distancia la razón de una Patria que fue rebautiza con la vacuna del camposanto; con la primera dosis de la mentira inmune que intentaba sobrevivir al fracaso y la ideologización del todo.
Poco antes de fallecer por asfixia y mucho antes de que la moderna necrópolis en México estuviera preparada para sepultar los restos mortales de los nobles patriotas, cuyos pulmones fueron reducidos a la nada, me enteré de esos Nobles patriotas que habían consumido todas las existencias de oxígeno.
Fui citado a la necropsia y comprobé que tenían sobre sus espaldas una pesada carga, una gigante y pesada losa que a cada paso los ahogaba. Habían sido obligados a fabricar su propia vacuna antiviral “Hecho en México”. No sabían si la fórmula sugerida contendría la dosis suficiente pero no había tiempo que perder. Se trataba de experimentar sobre la marcha, así fuera con fórmulas prohibidas por la ciencia tradicional y ahora lo harían con seres humanos, pues la pandemia así lo requería.
Primero la Patria -rezaba el inteligente virólogo a cargo de la estrategia-, primero dos dosis con siete días de espera y siete mililitros de sustancia activa para mayores de 60 años, Para los menores de edad, tan sólo aplicación. Les vendría bien una sola dosis con cinco mililitros de la sustancia activa.
La meta no consistía en curar enfermos sino en prevenir más contagios. Tan sólo se requería controlar el crecimiento geométrico inmedible y desastroso de la patria desangrada, de la catástrofe.
Al paso de algunos días, semanas y meses, ya había cadáveres putrefactos embolsados en bodegas de hospitales y ahogándose entre los quicios de puertas en urgencias, se asomaban miles de rostros suplicantes.
Había familias enteras que pernoctaban en accesos de estacionamientos, o sobre las banquetas; cientos de dolientes permanecían recostados sobre cartones reusados y gruesos cobijones de algodón y lana cubriendo apenas un poco de su espalda.
Hijos, hermanos, padres y amigos enlutados, casi todos muy callados. Ellos, con miradas desorientadas, caminaban entre calzadas desiertas de ciudades abandonadas. Ya no se amaban las personas en los parques, no había luces en los ventanales de gigantes edificios y los grandes espacios públicos permanecían contaminados por los combustibles derivados del petróleo quemados por los automotores.
La pandemia era el único contagio del que hablaba la gente. Y, por supuesto, de los servicios a domicilio de los Uber-Eats. De esas aplicaciones inteligentes de previsores capitalistas que habían previsto la inextinguible cuarentena de la sociedad mexicana. En desayunos, gimnasios, cocinas, oficinas, transportes urbanos y taxis sólo se propagaban noticias de que el virus se encontraba oculto y era casi invisible a la percepción humana.
Yo sabía que la sociedad olvidaba muy pronto. Por tal motivo, las damas elegantes caminaban embozadas guardando la sana distancia y contando los pasos que aún quedaban por sumar antes de acceder al centro comercial de su predilección.
Eran tan largas aquellas caminatas con boca y nariz tapada que cubrirse media cara se había vuelto toda una moda. Podíamos mirar de frente a las mujeres mostrando sus grandes ojos, pestañas y cejas pobladas, sólo eso. Cualquier otro tipo de sonrisa imprudente o indecente estaba prohibida, la sonrisa de moda se lucía sobre la tela de la careta pintada.
Al igual que se ocultaban las sonrisas y se escondía la felicidad, se extrañaba el baile de la boda cancelada; el bar de la esquina sin botana y la música estridente de la cantina. Ya no escuchaba sobre la mesa el ruido de ninguna ficha del dominó, ni las majaderas convivencias de amigos fraternales, en una calurosa tarde abrileña.
Como por arte de magia había desaparecido la “chelada”. No se saboreaba más la bebida destilada, la naranja rebanada, ni el mezcal, ni la cerveza artesanal.
En aquel luto generalizado de una patria vacunada con ideología puritana, los cuerpos virulentos de los patriotas ardían entre las llamas de la mentira contagiada.
Los aires nebulosos del camposanto nos alejaron para siempre del viejo lugar que la religión creó detrás del templo, de aquel húmedo y transitorio hogar a donde irán a parar restos de una humanidad fallecida por causas ajenas a su voluntad.
Ya no hubo más rezos allá. Se olvidaron los novenarios de los templos. Ya no hubo lugar en el hogar para colocar el altar tradicional. Y el viejo sacerdote ya no va a casa.
Nuestros muertos no volverán jamás a nutrir la tierra.
Las cristianas tradiciones se perderán para siempre.
Ya no habrá más camposanto.
Celebremos los obligados funerales vikingos.
Mientras tanto, los Nobles construyen sus Necrópolis de Tebas a orillas de la mar.
Email: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo., Twitter: davidperezcall1, Face:@davidperezcalleja