Miércoles, 27 Noviembre 2024
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Valor Público / Julia y millonarios del violín

 

 

David Pérez Calleja

A Julia Calleja Avendaño y Salomón

En aquella humilde cocineta de la infancia que guardaba en sus rincones los recuerdos de la felicidad, acompañada con la música de los millonarios del violín un rostro aparecía aún más alegre y digno sobre la luna que asomaba su brillante señal de conejera entre cielos repletos de vapor de agua, acrisolado, aborregado y entrelazado al atardecer detrás de la inmensa y sedienta montaña de los muertos suplicantes quienes rogaban por un poco de humedad caída de los cielos para darle nueva vida a sus plantas originarias.

Allí estaba ella con sus grandes ojos claros y resecos, nariz afilada, pecas en los mentones y labios elegantes resignados a la espera de su gran viaje. Ella reía a veces, fuerte y a carcajadas. En otras ocasiones tan sólo expresaba algunas muecas parecidas a la aburrida sonrisa que le acompañaba en la plena soledad del atardecer. Y luego, en silencio casi total, sollozaba dejando salir la tristeza que acallaba su bella melodía.

Durante su juventud sembró ocho críos, cuatro hombres y tres chamacas al vapor. Y aunque los amo en exceso, no sabía muy bien si habían llegado a la vida como producto del amor o simples accidentes culturales provincianos que exigían sus costumbres sociales de criar por criar.

En sus días de reflexión mundana justo cuando se olvidaba un poco de su Dios, solía reclamar el triste olvido en que sus críos le tenían. ¡En ti… esperaré! ¡Todo el día y cada noche… muy temprano en la mañana!  ¡Enséñame a esperar en ti!

Ese era su canto favorito. Así se escuchaba con fondo de violín su voz tan afinada. Aquélla aguda soprano que cuando joven llegó a conducir los coros más bellos de su congregación y cantó las composiciones de amor de hermosas mujeres en un pueblo de tierra húmeda y cálida, añoraba la música de sus veredas y, montada sobre el lomo de la mula, jamás se miró atrapada en la espiral del otoño de su existencia, ni presa en la inutilidad de la vejez.

Tenía Julia un carácter mandón. Su difícil niñez así la formó. Ella fue la segunda, pero no la de más edad entre su camada, pero asumió la mayor responsabilidad. Cuido de sus hermanos, sus hijos y los otros. Arrulló, amamantó, cobijó, zurció, lavó, planchó, peluqueó, sembró, cosechó, cocinó y cantó a los suyos en especial y a los demás por igual. Lo hizo toda su vida con la alegría y con el buen gusto del amor infinito.     

Ella tenía hoy un gran patio en la casa que regularmente compartía con personas que, aun siendo agradables, ciertamente desconocía. Aquella cocina, ya no despedía la humeante y aromática nubecilla, ni el olor de los alimentos de juventud que freía guisos de día y de noche para el gusto de la gran familia. Ahora los suplía. Llamaría a Uber Eats, que era la nueva costumbre adquirida, por cierto, muy poco elegante.

Una mesa grande y más aseada lucía ahora al lado de su antigua cocina. Su ropa iba a la lavandería. Ya no zurcía. Ni a sus nietos cobijaba. De la peluqueada, ni hablar, ya no se ocupaba. Era más simple su vida. Con una sola llamada, la peluquera iba y venía a para teñir su escaza cabellera. Así, la vida cotidiana y otoñal de aquella doncella, parecía ser la más hermosa y, por momentos, más lenta, más sencilla ya que el tiempo le sobraba para mirar las estrellas.

El canto era lo que permanecía en ella. A veces afinada como sintiendo un profundo sentimiento y, en otras ocasiones, algo desafinada con tonalidades mayormente estridentes. Sus cuerdas bucales, esos diminutos pliegues del aparato fonador humano que producen la voz, mostraban daños que la edad madura no ayuda a ocultar producto de frecuentes infecciones virales y consecuencia de la protección que han ofrecido para evitar una tráquea gravemente obstruida. 

Elegante camina ella. Y muy enjoyada se mira al espejo. Luego, como una modelo, se peina orgullosa y cepilla su cabello con gracia. Mientras tanto, una pequeña y delicada brocha evita que sus pómulos parezcan pálidos a la vista de sus críticos, o que sus ojos luzcan tristes y que un labial rojizo tenue, cubra sus labios incoloros.  

Ahora, casi ya no canta nunca. Sólo suplica porque el cristalino de sus ojos distinga las letras que han ilusionado sus aventuras por el mundo de la imaginación absoluta.

Julia, al igual que millones de mujeres provincianas del Siglo veinte, jamás viajó muy lejos. Apenas leyó su colección de los más bellos libros que la acercaron a la ermita, a la cima, a la cúpula, a la senda, a los ríos y a los cielos tan soñados, tan mirados ya de cerca y que acompañarán su canto cuando no se escuche nunca.

Email: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.  Twitter: davidperezcall1  Face: @davidperezcalleja

 

 

 

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