- Mario Granados Roldán
Aguascalientes, Ags.- 18 de junio de 2019.- (aguzados.com).- Haciendo a un lado el recomendable consejo de Norberto Bobbio: “Nunca hables mal de ti que para eso están los demás”, acepto en sincera confesión, no desprovista de cierto arrepentimiento, que las llamadas malas palabras salpican mis cotidianas expresiones, sin que ello signifique que mi boca sea el cañón de una ametralladora disparada por el incipiente carretonero de la aldea.
La insalubre costumbre, pulida con el correr de los años, obliga a revisar el personalísimo léxico, porque si este es el espejo del alma, la mía —y la de algunos querido amigos en mi casa de trabajo— están sucias, tanto o más, que un automóvil salpicado por la diurética necesidad de Tláloc.
Las palabrotas es un asunto individual. Se aplican en distintos contextos y en diversos momentos. Suenan y son escuchadas de manera muy diferente. Por tal motivo, la única manera de evaluar el nivel y el número de maldiciones es la declaración de los propios ciudadanos que conocen el sentido y la intención con la que las expresan.
Hace casi diez años, en julio de 2009, Consulta Mitofsky, publicó su encuesta Tracking Poll Roy Campos, El mexicano y las groserías, aplicada en vivienda a mil mexicanos mayores de 18 años.
Los resultados señalan que el 15% de los entrevistados declara “no necesitar ni una sola para comunicarse con los demás”. Por otra parte, en el total de la población, en promedio, “los mexicanos proferimos 20 groserías en nuestras conversaciones cotidianas y el 17% se ubica por encima de este promedio”. Los segmentos de la población que más las utilizan son los hombres y los jóvenes.
El espacio preferido para pronunciarlas es en la convivencia con los amigos, “el 63% de los ciudadanos del país declara utilizarlas con ellos; más abajo se encuentran los compañeros de trabajo (36%) y la pareja (34%)”.
En sus conclusiones el estudio muestra que “generación de jóvenes menores de 30 años ve con mayor naturalidad el uso de las malas palabras y hoy no sólo reportan utilizarlas frente a amigos sino que un porcentaje importante las dice frente a padres o jefes”.
Si las respuestas de los mexicanos “se extrapolan buscando la incidencia nacional, tendríamos en el país más de mil 350 millones de malas palabras cada día, o 500 mil millones al año”, pero debe considerarse que los cálculos están hechos con mexicanos mayores de 18 años, así que la cifra se elevaría considerablemente al incluir niños y adolescentes.
Pero, “no nos asustemos, añade Tracking Poll Roy Campos, si las escuchamos y más bien dejemos de considerarlas groserías; al fin y al cabo, todas aparecen o aparecerán en nuestros diccionarios”.
Efectivamente, en el Diccionario de la Lengua Española, a consultarse en la página de Internet de la Real Academia Española, habitan algunas palabras altisonantes que funcionan como un prefijo intensificador —se antepone a un adjetivo para acentuarlo y es un adverbio—, como es el caso de puto, utilizado para señalar a una persona homosexual en el infierno del calificativo denigratorio.
Otro ejemplo es la palabra pinche (ayudante de cocina) que suele aplicarse al árbitro que ayuda a la hepatitis del futbol mexicano, el América, aunque a veces los fanáticos del equipo contrario le añaden el güey, para llamarle pinche güey, cuando el apoyo es descarado.
En ocasiones, durante la sabrosa platica, la elegancia se la dejo al sastre, porque como bien decía Carlos Monsiváis, el inmortal erudito urbano: “Sin la Chingada, las conversaciones se oyen falsamente nacionalistas”.
Porque alguien tiene que escribirlo: En el salón de belleza trasciende que Marco Antonio Licón Dávila, secretario de Obras Públicas municipal, está convertido en el galanazo de la primavera 2019.
Mucho cuidado debe tener el funcionario. La pesca femenina, en aguas burocráticas, tiene muchos riesgos. Es peligrosa.
Coda: El domingo recordé amorosamente que tuve un padre a toda madre y una madre muy padre.
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